viernes, 19 de octubre de 2012

¡Será mañana! (I parte)




Siempre me había gustado contemplar mi pueblo desde aquel lugar, se trataba de un pequeño peñasco que camuflaba perfectamente tan bello espectáculo. Tenías que ascender a su cima para poder apreciarlo, era entonces cuando aparecía, como si surgiera de la nada; cuando ya crees que el infinito se encuentra a partir de las montañas que se divisan  en el  horizonte;  cuando ya te has dado por vencido, por qué crees que ya  no hay nada más, y como si de un espejismo se tratara, aparece ante ti, altiva, majestuosa, digna,  la Iglesia de mi pequeño pueblo que intenta acercársele cuanto puede, la rodea, se ciñe a su entorno como para sentirse protegido de cualquier influencia maligna. Y entonces te das cuenta que aún hay un lugar bello, muy bello, un lugar donde poder sumergirse, un lugar donde descansar mi cansado y marchito cuerpo.
Ese era el punto en el que yo  me encontraba en ese momento. Quería llegar hasta el pueblo, pero solo me atrevía a observarlo desde aquel pequeño peñasco, hoy cubierto de nieve, que seguía allí, me había sido fiel durante todos estos años, me esperaba, él sabía que yo volvería, ¡Quizás era buena señal!, ¡Quizás aún había esperanzas! Ese peñasco, que en verano estaba lleno de matorrales de tomillo, estaba hoy cubierto por la nieve,  pero que sólo los mantenía aletargados, los dejaba dormitar; así podrían renacer con todo su brío en primavera. Y durante todos estos años no había cambiado.
Hasta este lugar solía venir con Rosalía cuando aquel verano nos declaramos nuestro amor. ¡Pobre de mí!, y ahora me encuentro de nuevo aquí, pero ahora mi recorrido es distinto, no quiero salir del pueblo, ahora pretendo llegar hasta él; pero me quedo aquí, estancado, no consigo traspasar el umbral, me da miedo, siento vértigo, desasosiego;  no tengo fuerzas todavía para alcanzar  ese espejismo soñado, ese pequeño pueblecito que surge erguido de entre las montañas. Y aquí estoy yo, vigilante, acechando, a la espera, como si alguien pudiera acudir en mi ayuda; con mi sombrero  calado hasta las orejas y este abrigo de lana que intenta protegerme de este frío que siento, y me digo a mi mismo: “Será mañana”, mañana llegaré hasta allí.
Así llevo cinco días. Me he hospedado en un pequeño Hostal a unos pocos kilómetros       
de este lugar, y todos los días, después de comer, recorro el trayecto, que se me antoja larguísimo, y como si de un castigo se tratara para expiar mis culpas, regreso con la leve esperanza de que, ¡Algo ocurrirá, algo que me indicará que ya es el momento de continuar!,
aunque todas las tardes me quedo aquí, esperando y no ocurre nada, nada de nada.

Hace veinte años que me fui; ahora  todas las imágenes aparecen de nuevo, para martirizarme, y como si fueran los fotogramas de una película,  consigo recordar todos los detalles que me acompañaron aquel día de  mi partida;  los pensamientos, los proyectos, las conversaciones, los olores que impregnaban el aire, el color del cielo, el temblor que produce un frío intenso pero irreal,  porque estábamos en  pleno verano. Recuerdo como antes de tomar esa gran decisión, en mi mente  se había albergado un torbellino de ideas contradictorias, se había establecido una batalla en toda regla; por una parte estaba el poder de la tristeza, esa que  me  producía el distanciamiento de mis seres queridos, la soledad, el miedo a lo desconocido; pero la parte contraría pretendía vencer esa batalla con el poder de la esperanza por intentar alcanzar mis sueños, el de la alegría, el de la creencia de que mi decisión era la correcta. Todos esos sentimientos ocuparon la totalidad de mi mente. Realmente no estaba seguro de nada, tan sólo sabía que, lo que me haría feliz se encontraba lejos de aquí.

Mi padre era el maestro de la única escuela que había por aquel tiempo en el pueblo. Fui hijo único, mi madre se dedicaba a “sus labores”, es decir, a ocuparse de todos los pormenores que requiere un hogar para que el resto que forman parte de él se sientan satisfechos y felices, con la despreocupación absoluta de que todo está en buenas manos. Nuestra familia, estaba muy unida por unos lazos de cariño muy fuertes, mis padres me transmitieron esos valores como los más importantes. A mí me encantaba observar  la manera con la que mis padres mostraban su amor; y aunque por aquellos tiempos, las exteriorizaciones de cariño no estaban bien vistas, yo era testigo de cómo mi padre, todos los días cuando regresaba a casa, traía un pequeño ramillete de flores silvestres, que recogía a su paso, y se las entregaba a mi madre a modo de saludo, unido a una sonrisa de complicidad que sólo ellos dos entendían, entonces mi madre se ruborizaba y colocaba el ramito en un pequeño jarrón. Se amaban, no cabía la menor duda y yo era un niño muy feliz.
Mi niñez transcurrió como la de cualquier niño de mi edad; iba al colegio, jugaba con
mis amigos, montaba en bicicleta, pero había una cosa realmente importante para mí y era el  amor que sentía por la música. Desde que tenía los seis años  ya cantaba en el coro de la Iglesia, tenía muy buena voz, y muchas veces, el padre Juvencio me hacía cantar en la misa de los domingos como solista, mis padres estaban muy orgullosos de mí y yo de ellos. Pero los años pasaron y terminé mis estudios en la escuela del pueblo, había que pensar que hacer con mi vida y  mientras que mi padre proponía que como él, estudiara magisterio, a mi madre la idea de tener un hijo sacerdote le encantaba, pero claro ahí estaba yo, para cambiarlo todo, ¡Yo era el que debía elegir!, y así se lo dije a mis padres. Los dos sucumbieron a mis argumentos y claudicaron; yo quería ser músico, sólo la idea de dirigir una orquesta me fascinaba, ¡Cuántas veces simulaba dirigir una obra de Puccini, cuando nadie me veía!, colocaba el disco en el viejo gramófono, y con una ramita seca  imitaba los movimientos necesarios, según mi parecer, para que los músicos tocaran tal y como yo sentía la obra. Así que ante eso, me matricularon en el Conservatorio de la ciudad más próxima; de momento había elegido tocar el violín, aunque mi meta era la de poder dirigir algún día una gran Orquesta. Durante los primeros años, solo tendría que desplazarme tres veces a la semana hasta la ciudad, así que no era tan complicado. Y si al terminar mis estudios medios de violín, seguía con las mismas ganas, mi padre me prometió que me mandaría a Madrid para iniciar los estudios superiores.
Recuerdo perfectamente, el día que tuve por primera vez un violín en mis manos. Antes de iniciar el curso en el Conservatorio, y estando mi padre aún de  vacaciones, decidió  que ese día era el  ideal para comprar el violín. Nos levantamos muy temprano, el autobús para la ciudad  salía a las ocho y media de la mañana. Cuando llegamos  lo primero que hicimos fue desayunar en una cafetería, y a continuación fuimos a la búsqueda del preciado instrumento. Tan sólo tenían tres en la tienda, yo los probé todos, pero el que más me gustaba precisamente era el más caro, así que mi padre, muy juiciosamente, me ayudo a declinarme por el del precio intermedio, para que el buen funcionamiento de la economía no se resintiera; cosa que hice sin el menor esfuerzo. Mi objetivo era el  tener uno para mí, lo demás, de momento, era un poco secundario. Aquel día lo pasamos muy bien, ¡Qué recuerdos tan bonitos y entrañables!, pensé que los había olvidado, pero no, estaban guardados en el “baúl especial para sentimientos importantes”, el que no abro jamás para no entristecerme.
A partir de ese momento, mi vida cambió, mi afición por la música iba en aumento, en el Conservatorio sacaba las mejores notas, durante los veranos también  aprovechaba y me matriculaba en algún curso específico de música, y así  poco a poco iba enriqueciendo mi formación. Ahora cuando miro atrás, veo que esa fue la época de mi vida más feliz.
Cuando terminé mis estudios medios ya estaba todo decidido, iría al Conservatorio de Música en Madrid para cursar los estudios superiores. Allí tenía que quedarme en una residencia, eso me producía cierta inquietud y desasosiego, pedirles a mis padres ese esfuerzo monetario me dolía en el corazón. Ellos se daban cuenta de mi preocupación y  una tarde los dos se reunieron conmigo y me dijeron:
            -No te preocupes Julián, no hay ningún problema, porque de mi sueldo no tendremos que sacar nada para tus estudios; lo que hemos decidido tu madre y yo, es hacer uso del dinero que nos dejó en herencia  tu tía, ¿Que mejor motivo para emplearlo?, ella se sentiría muy orgullosa, amaba la música más que otra cosa en su vida, ¿recuerdas el viejo piano, y como lo tocaba?, ¡Qué pena que la polilla se apoderó de él!, si no, todavía estaría con nosotros.
            -Si, es verdad, lo recuerdo, ¡Cuantas veces me sentaba a su lado y me hacía tocar las escalas!, Pero papá, aún así, en cuanto que yo gane dinero, ¡prometo devolvéroslo todo!
            -Si así te sientes mejor,  pues adelante, no te pondremos ningún  inconveniente-, dijo mi padre en  tono de broma, y los tres nos echamos a reír.

Mis estudios superiores fueron de maravilla, me parecía fácil, seguía sacando las mejores notas  y mis padres estaban muy satisfechos con mi evolución. Pero, aunque el violín y el saxofón se convirtieron en mis instrumentos preferidos, lo que más me gustaba seguía siendo dirigir…


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