martes, 4 de diciembre de 2012

“La venganza”


Relato finalista publicado en el libro
“Los 200 de la NOVELA NEGRA”
(5-diciembre-2012)


     Al llegar  a  casa le aguardaba una sorpresa, encima del felpudo, un bolso sucio y repugnante, con una pegatina:
            “Para Julián Arzua”
           -¡Qué asco! -Julián introdujo su mano y sacó un  bulto.
-¡Dios, pero si es la cabeza de Edmond!, el gato de María -al  lado,  una breve nota que decía:
La quieres a ella y a mí no. Esto es un adelanto, mañana recibirás tu gran regalo de cumpleaños, el más preciado parar ti. ¡Te olvidaste que también eres mi padre!”

Julián, cogió la bolsa y se dirigió a la Comisaria.
-Dice usted que no tiene más que una hija.
-Sí, solo mi María, ya está casada, y no vive conmigo.
-¿Sufre su hija algún trastorno mental?
-No, ¡por Dios!, María me adora, me dejó a su Edmond para que no estuviera solo.

El interrogatorio se alargó hasta el amanecer, sin lograr aclarar nada, Julián muy nervioso regresó a su casa, de nuevo, encima del felpudo una caja de cartón le aguardaba, temblando, la abrió:
-¡¡¡¡¡¡María, hija mía, Maríaaaaaaaaa! -gritó desgarradoramente Julián. el regalo de su cumpleaños,  era la cabeza decapitada de su hija María, la más preciada. 

Era de su otra hija, la desconocida, la olvidada que  se vengó de Julián obsequiándolo  con aquel  ¡gran regalo, qué él tanto quería!!!!!




sábado, 1 de diciembre de 2012

¡Comenzamos de igual manera!


Este microrrelato ha sido seleccionado para formar parte del libro: 
“RELATOS PARA MALALA”
 (1-dic-12)- Fundación Insonomia



Unas fuerzas extrañas me obligan  a salir pero yo no quiero, esperaré un poco, igual cesan estas agitaciones. Pero ¿qué ocurre?, ¿quién me oprime?, ¿qué hacen?, ahora está aumentando mi angustia, debería hacer algo; intento retroceder, apalanco mis piernas sobre la pared blanda que me cobija,  pero  ahora está rígida.  Todo se ha confabulado para fastidiar mi descanso, toda mi existencia feliz empieza hacer aguas, de repente la cabeza me duele, ¡Ay, cómo duele!, me he quedado encajado en este túnel, y ¡me duele!, ¡me duele mucho! Fuera escucho unas voces agitadas, ¿se habrán dado cuenta de mi dolor? ¡No!, ahora son mis brazos los que se oprimen contra mi pecho, quisiera gritar pero no puedo, ¡ahora mis piernas!, ¡qué dolor!, las voces son más nítidas. ¡Quiero salir de aquí!, voy a empujar. Si tengo suerte pronto alcanzaré esa salida, no la veo pero la presiento, de repente alguien me tira de la cabeza, ¡Ay, qué duele!, ¡nada!, ¡nadie se entera! ¡Por fin lo he logrado!
-¡Oh, qué niño tan guapo! -esta voz no la reconozco, pero hay otra que llora, esta sí, esta la conozco, es la dueña de mi cobijo que dice:
-¡Déjenme ver a mi niño! -es entonces cuando lloró con fuerza, quiero que sepan ¡qué me duele!, de lejos me llega otro llanto que suena como el mío.
-¡Oh, qué niña tan guapa! -deduzco que es otro  que está pasando por el mismo calvario, ¿por qué le han llamado niña si los dos sufrimos lo mismo? ¿Será que es lo mismo, será que los dos somos iguales?



miércoles, 14 de noviembre de 2012

¡El débil se hunde, se hunde,...


Il silenzio
De Johann Heirrich Fuessli (1781-1799)




Triste melancolía
obscenidad barata,
no apta, destruye,
hoy protagonista de este mundo
obsceno, malicioso, pecaminoso.

El débil se hunde, se hunde… 
A sus espaldas risas, congratulaciones,
de poderosos sin escrúpulos,
carniceros de la noche
pululan entre ellos, no escuchan.

Y mientras el débil se hunde, se hunde…
Los poderosos desde las alturas
sonríen las desgracias,
de los desahuciados,
de los sentenciados que agonizan,
ya el  protagonista en sus vidas,
la barbarie, el horror,
hoy  ha tomado  las riendas
de este triste mundo,
obsceno, malicioso, pecaminoso.

¡Pobre melancolía!
Acompañante del amor,
su fiel consorte.
¡Triste melancolía!,
hoy tristemente convertida en obscenidad barata!!!


martes, 23 de octubre de 2012

¡El improvisado diseñador!!!!


Portrait of Maria Magdalena of Austria (detalle)
De Frans Porubus II (1603)


   

      Un pequeño rayo de luz blanca, se había colado a través del toldo con rayas rojas y beige, de un distinguido escaparate que mostraba una variadísima colección de joyas para señoras, de las más deslumbrantes. El pequeño rayo, traspasando los cristales, había logrado llegar hasta una de las piezas más delicadas, y que se trataba de una gargantilla muy refinada; consistía en un  aro plateado que llevaba colgado una piedra preciosa de color esmeralda, y que justo cuando el rayito tropezó con ella hizo que de ésta salieran, como si quisiera competir en cantidad y en belleza, multitud de destellos de diferentes colores que iban desde el rojo hasta el violeta, pasando por toda la escala cromática del arco iris; la visión fue tan luminosa que por un momento la delicada gargantilla consiguió, orgullosamente, ser la protagonista de todo aquel escaparate; porque  ninguna  de las joyas cargadas de filigranas y piedras preciosas que la rodeaban, eran capaces de lucir de un modo tan fulgurante como ella. Alguien que admiraba la escena, se quedó petrificado ante tan bello espectáculo,
 -¡Ése sería el regalo ideal!, ¡Justo esa delicada gargantilla  le iría perfecta al traje de mi hermana! pensó, el admirador, cuando de repente escuchó tras de sí como le llamaban.
            -¡Ggggggomualdo!, ¡Gggggggomualdo! quién gritaba su nombre era la señorita Juliette, la vecina del quinto derecha. Se trataba de una modelo muy famosa,  que además era francesa, aunque sus padres habían sido emigrantes españoles, allí en Toulouse, y que regresaron a España cuando ella tenía, según contaba, unos cinco años de edad, por lo que más bien esa dichosa pronunciación de la “erre” que convertía en “gg” no obedecía a excusas reales, más bien  lo usaba como un toque distinguido y glamuroso Por ese motivo cuando de repente escuchó su nombre vocalizado de “aquella manera”, no le sonó nada raro, porque inmediatamente reconoció de quién se trataba.
            --¡Ggggggomualdo!, caggiño, te he buscado en la  poggteggia  y no estabas. Es que  tengo un pggoblema, se me ha caído pog el desagüe del lavabo un anillo  al que tengo mucho caggiño, y se ha atascado. ¡Pogg favog, intenta sacaglo en cuanto puedas!, ¡Adiós! y realizando un pequeño gesto animado con la mano derecha, se despidió de Romualdo.
            Romualdo era el portero de una casa de  lujo de la calle Serrano. Bueno exactamente portero, lo que se dice portero no era, más bien se había convertido en “chico para todo”, realizaba encargos de todo tipo, desde enviar un sobre por correos, hasta comprar un secador de pelo de una potencia y marca determinada,  y por supuesto para  todo lo relacionado con los trabajos de fontanería, electricidad, albañilería; en fin, recurrían a él para cualquier estropicio que los inquilinos causaran en las vivienda. En realidad el trabajo de la portería lo compartía con su hermana, y este trabajo fue más bien un “regalo” que le hicieron los residentes de dicho inmueble cuando murió la verdadera portera del edificio, su madre.
            Los dos hermanos nacieron allí, y toda su vida había transcurrido entre el portal y la vivienda que tenían cedida en el ático; donde en el verano se secaban hasta los folios, y en invierno se congelaba hasta la alfombra; de nada valían ni los ventiladores, que lo único que conseguían era revolver un aire caliente y pesado que se adueñaba de toda la vivienda; ni el radiador, que tan solo aportaba un suave calorcito, si casi te empotrabas en él,  porque en las largas distancias apenas se notaba su presencia. Bueno, eso era lo que tenían y lo habían aceptado de la mejor de las maneras.
El primero de la “dinastía porteril”, fue su padre; él en su juventud había sido chofer de una famosa actriz Doña Mercedes de las Cruces, una mujer muy joven y bella;  y de su marido, un gran compositor de zarzuelas Don Romualdo Somavilla, que el paso del tiempo había convertido en un viejo carcamal. Un día quiso la mala fortuna que cuando su padre trasladaba  a Doña Mercedes del teatro a la casa, por culpa de ésta, que al gritar histéricamente, porque tuvo la “mala fortuna” que la colilla encendida del cigarro que estaba fumando, se le cayese encima del chal de seda, prendiendo en éste a toda velocidad, consiguió que su padre tuviera que frenar en pleno Paseo de la Castellana, lo que ocasionó un accidente en cadena, con el resultado de un “chal de seda chamuscado” y una fractura  de tobillo en su padre, que a los veinte años se quedó cojo para toda la vida, y sin poder ejercer de chofer. Pero como  Don Romualdo Somavilla y Doña Mercedes eran personas de alma generosa, hicieron todo lo posible, y movieron cielo y tierra, hasta que le consiguieron un puesto como portero en el edificio donde ellos vivían. Además con el trabajo iba incluido una vivienda en el ático, así que de momento le habían resuelto la vida: ¡No hay mal que por bien no venga!, y en esta ocasión el dichoso dicho tenía totalmente la razón.
Le dieron además un uniforme nuevo, porque ya el de chófer no le pegaba, y en poco tiempo tomó posesión del cargo. A los pocos meses de estar instalado cómodamente en la portería, conoció a Francisca, que era la costurera de un fiscal que vivía también en el edificio, y en menos de seis meses ya estaban casados. Justo a los cuatro meses nació Romualdo, cosa rara, y le pusieron ese nombre en honor a Don Romualdo Somavilla, que se había empeñado en ser el padrino del primogénito de la pareja.
A los dos años nació María, la hermana de Romualdo. Y sus vidas transcurrieron con normalidad hasta que a su padre se le cruzó una “frescachona”, que  lo volvió medio loco y abandonó la portería y de paso a su familia. Francisca se repuso enseguida de tan cruel impacto, porque cuando las  lenguas de doble filo le preguntaban:
-Francisca, ¿qué le ha pasado a tu marido que ya no se le ve? ―ésta respondía siempre lo mismo:
-Pues hija, fíjate, se fue a comprar tabaco, y todavía no ha vuelto.
Entonces Francisca tuvo que compartir el trabajo de la portería, con el de ama de casa y de costurera; ella servía ¡tanto pá un roto, como pá un descosido!
Cuando Romualdo, su hijo, fue un poquito mayor, ya le ayudaba en los trabajos de la portería, y su hija poco después se añadió al  “clan”; así que por el precio de uno, más una vivienda en el ático, los inquilinos obtenían  a cambio el trabajo de tres personas que se desvivían para que todo funcionara perfectamente, y encima les estaban totalmente agradecidos a  los propietarios de tan lujoso edificio.
Pero cuando menos se lo esperaban, Romualdo tenía dieciocho años y María, su hermana, tan solo dieciséis, su madre se murió repentinamente de un ataque al corazón. Todos los vecinos del inmueble se reunieron y tomaron la decisión de cederles la portería a los hijos de Francisca, y de ese modo fue como Romualdo y María pasaron a ser oficialmente los porteros del edificio.
Los dos hermanos compaginaron sus estudios con el trabajo. Romualdo terminó Magisterio y cuando le dejaban un poco de tiempo libre lo dedicaba a prepararse las oposiciones, y María precisamente se iba a graduar dentro de una semana como licenciada en  Psicóloga. Para ese evento tan especial, Romualdo quería hacerle un bello regalo a su hermana, se lo merecía, y pensó en comprarle un collar que acompañarían a un vestido muy bonito de color esmeralda, que la señorita Juliette, la vecina del quinto derecha, le había regalado mientras le aconsejaba que eligiera un detalle bonito para el escote, porque:
-¡Con una buen vestido y una discggeta joya, hace la española pecag a un santo! le dijo a María,  y  a Romualdo, que estaba escuchando, se le quedó esta frase grabada en la mente.  Así que aquella tarde, después de desatascar el lavabo de la señorita Juliette, se acercó de nuevo a la joyería con la  intención de preguntar el precio.
Cuando por fin supo lo que costaba la preciosa gargantilla se le cayó el alma a los pies, y es que ni con cuatro sueldos tendría para pagarla:
-Verá, la gargantilla es de oro blanco, y la piedra preciosa que tiene es una esmeralda auténtica, aquí no vendemos bisutería barata le contestó de muy mala gana la dependienta.
-¿No tiene nada de plata?  le preguntó Romualdo.
-No señor, le vuelvo a repetir que todo lo que vendemos son alhajas muy selectas, ¿No se ha dado cuenta que la nuestra es una joyería de mucho postín?, creo que debe buscar en otras tiendas más acorde con sus posibilidades le volvió a contestar la dependienta, con el mismo tono de antes.
Romualdo volvió a sus obligaciones un tanto contrariado, su hermana tendría que resignarse con un collar de bisutería barata, comprada seguramente, en alguna tienda de los chinos, ¡aunque, lamentablemente, desentonara con aquel vestido tan bonito y elegante que le habían regalado!
Pero esa noche, cuando su hermana y él ya estaban acostados, de repente, como si de una visión se tratara, a Romualdo le asaltó una idea. Se levantó, e intentando no hacer ruido se dirigió a la pequeña despensa que estaba en la terraza donde guardaban todo lo que no servía. Encendió la luz de la terraza, abrió la puerta intentando sujetarla para que no chirriara, y buscó una caja de zapatos muy antigua, deteriorada por el paso de los años; una vez que la tuvo en sus manos, levantó la tapa y ¡allí estaba!, por un momento sintió miedo a que su hermana la hubiera regalado; sacó una enorme gargantilla de plata sin brillo, de color grisáceo del tiempo que tenía. La observó con detenimiento, y recordó lo que su hermana le había comentado en una ocasión cuando se la estaba probando,
-Romualdo, ¡Fíjate que gargantilla tan bonita! Lástima que esté pasada de moda porque es preciosa, pero debería tener menos  aros, parece que pertenezco a una de esas tribus africanas, las que llevan en el cuello tantas espirales que  parecen jirafas. ¿Sabías que este abalorio había pertenecido a la mujer de tu padrino?, a la famosa actriz Doña Mercedes de las Cruces, o sea que tiene que ser de plata de ley y su hermana le siguió contando:
 -Según me dijo mamá,  se la regalo a ella, porque le incomodaba sentirse el cuello tan apretado. ¡Qué lastima que este tan antigua!, porque a pesar de todo, me encanta.
La gargantilla estaba formada por diez aros de plata, uno encima de otro, sujetos entre sí por una especie de argolla, y por detrás se cerraba con un broche tan ancho como la gargantilla entera:
-¡Eureka! dijo Romualdo, que siguió buscando en el armario un pequeño joyero de su madre donde solo había baratijas, pero entre ellas recordó  una pulsera de esmeraldas auténticas que estaba rota; siguió buscando y encontró una pluma de pavo real que guardaba de una excursión que hizo al Zoo de Madrid; también sacó las tijeras, cintas de terciopelo, que guardaba su hermana en el costurero, pegamento de los “instantáneos”, y con todas estas bagatelas y la enorme gargantilla se fue para la salita. Romualdo se llevó toda la noche liado con los aros, quería utilizar uno solo, con eso era más que suficiente para en cuello de su hermana. Después de limpiarlo muy bien, devolviéndole  el brillo que la plata con el paso del tiempo había perdido, improvisó unos adornos que colgó de la gargantilla y cuando terminó, no había quien la reconociera, hasta él se sentía impactado del efecto que producían las esmeraldas, junto al retacito de la pluma del pavo real, y a la cinta de terciopelo que hacía las veces de broche:
 -¡Magnífico! pensó. Así que lo recogió todo y dejó la gargantilla sobre la mesa para que su hermana lo descubriera a la mañana siguiente.
El regalo fue un éxito, todas las amigas de su hermana le encargaban que les diseñara algo a sus viejas joyas de plata. Así que su hermana, en vista del éxito que tenía Romualdo con la transformación de “alhajas de bajo coste”, que las convertía en autenticas piezas artesanales, originales y bellas, se informó de unos cursos de verano que daban específicamente para Diseñador de joyas,  así que le pagó la matrícula con unos ahorrillos que aún le quedaba de la beca,  y se lo regaló.

Ya habían pasado diez años desde aquella pequeña anécdota. Hoy de nuevo un  pequeño rayo de luz se había colado a través de las láminas de una persiana, que correspondían a unos amplios ventanales de un enorme despacho, cuya decoración totalmente minimalista, era elegantísimo.  El pequeño rayo, traspasando los cristales, había logrado llegar hasta una de las piezas más sugestivas que estaba encima de la mesa; se trataba de una figura de cristal con forma de diamante en color ámbar, que estaba posado sobre una peana  de mármol blanco, logrando un equilibrio perfecto, y  que llevaba incrustadas unas letras color bronce que decían:

        GALARDON ESPECIAL AL  MEJOR DISEÑADOR DE JOYAS

El diamante al ser impactado por el rayo de luz, respondió con multitud de centelleos de diferentes colores, que iban desde el rojo hasta el violeta, pasando por toda la escala cromática del arco iris, lo que ocasionaba una visión tan luminosa que por un momento el galardón, consiguió orgullosamente, ser el protagonista de todo el despacho, porque nada de lo que le rodeaba era capaz de lucir de un modo tan fulgurante como él.
 Alguien, elegantemente vestido con un impecable traje de chaqueta de Armani, admiraba la escena, se había quedado embelesado ante tan bello espectáculo. Pero de repente la voz de la secretaria a través del megáfono, le hizo reaccionar:
-Perdone que le moleste, pero hay una señorita que insiste en verle, quiere felicitarle personalmente por el triunfo que obtuvo anoche en el desfile de joyas, además dice que le conoce, ¿le digo que pase?....
Automáticamente la puerta se abrió de golpe, y tras ella…
            -¡Ggggggomualdo!, ¡Gggggggomualdo! quién gritaba su nombre era la señorita Juliette, la vecina del quinto derecha.

viernes, 19 de octubre de 2012

¡Será mañana! (I parte)




Siempre me había gustado contemplar mi pueblo desde aquel lugar, se trataba de un pequeño peñasco que camuflaba perfectamente tan bello espectáculo. Tenías que ascender a su cima para poder apreciarlo, era entonces cuando aparecía, como si surgiera de la nada; cuando ya crees que el infinito se encuentra a partir de las montañas que se divisan  en el  horizonte;  cuando ya te has dado por vencido, por qué crees que ya  no hay nada más, y como si de un espejismo se tratara, aparece ante ti, altiva, majestuosa, digna,  la Iglesia de mi pequeño pueblo que intenta acercársele cuanto puede, la rodea, se ciñe a su entorno como para sentirse protegido de cualquier influencia maligna. Y entonces te das cuenta que aún hay un lugar bello, muy bello, un lugar donde poder sumergirse, un lugar donde descansar mi cansado y marchito cuerpo.
Ese era el punto en el que yo  me encontraba en ese momento. Quería llegar hasta el pueblo, pero solo me atrevía a observarlo desde aquel pequeño peñasco, hoy cubierto de nieve, que seguía allí, me había sido fiel durante todos estos años, me esperaba, él sabía que yo volvería, ¡Quizás era buena señal!, ¡Quizás aún había esperanzas! Ese peñasco, que en verano estaba lleno de matorrales de tomillo, estaba hoy cubierto por la nieve,  pero que sólo los mantenía aletargados, los dejaba dormitar; así podrían renacer con todo su brío en primavera. Y durante todos estos años no había cambiado.
Hasta este lugar solía venir con Rosalía cuando aquel verano nos declaramos nuestro amor. ¡Pobre de mí!, y ahora me encuentro de nuevo aquí, pero ahora mi recorrido es distinto, no quiero salir del pueblo, ahora pretendo llegar hasta él; pero me quedo aquí, estancado, no consigo traspasar el umbral, me da miedo, siento vértigo, desasosiego;  no tengo fuerzas todavía para alcanzar  ese espejismo soñado, ese pequeño pueblecito que surge erguido de entre las montañas. Y aquí estoy yo, vigilante, acechando, a la espera, como si alguien pudiera acudir en mi ayuda; con mi sombrero  calado hasta las orejas y este abrigo de lana que intenta protegerme de este frío que siento, y me digo a mi mismo: “Será mañana”, mañana llegaré hasta allí.
Así llevo cinco días. Me he hospedado en un pequeño Hostal a unos pocos kilómetros       
de este lugar, y todos los días, después de comer, recorro el trayecto, que se me antoja larguísimo, y como si de un castigo se tratara para expiar mis culpas, regreso con la leve esperanza de que, ¡Algo ocurrirá, algo que me indicará que ya es el momento de continuar!,
aunque todas las tardes me quedo aquí, esperando y no ocurre nada, nada de nada.

Hace veinte años que me fui; ahora  todas las imágenes aparecen de nuevo, para martirizarme, y como si fueran los fotogramas de una película,  consigo recordar todos los detalles que me acompañaron aquel día de  mi partida;  los pensamientos, los proyectos, las conversaciones, los olores que impregnaban el aire, el color del cielo, el temblor que produce un frío intenso pero irreal,  porque estábamos en  pleno verano. Recuerdo como antes de tomar esa gran decisión, en mi mente  se había albergado un torbellino de ideas contradictorias, se había establecido una batalla en toda regla; por una parte estaba el poder de la tristeza, esa que  me  producía el distanciamiento de mis seres queridos, la soledad, el miedo a lo desconocido; pero la parte contraría pretendía vencer esa batalla con el poder de la esperanza por intentar alcanzar mis sueños, el de la alegría, el de la creencia de que mi decisión era la correcta. Todos esos sentimientos ocuparon la totalidad de mi mente. Realmente no estaba seguro de nada, tan sólo sabía que, lo que me haría feliz se encontraba lejos de aquí.

Mi padre era el maestro de la única escuela que había por aquel tiempo en el pueblo. Fui hijo único, mi madre se dedicaba a “sus labores”, es decir, a ocuparse de todos los pormenores que requiere un hogar para que el resto que forman parte de él se sientan satisfechos y felices, con la despreocupación absoluta de que todo está en buenas manos. Nuestra familia, estaba muy unida por unos lazos de cariño muy fuertes, mis padres me transmitieron esos valores como los más importantes. A mí me encantaba observar  la manera con la que mis padres mostraban su amor; y aunque por aquellos tiempos, las exteriorizaciones de cariño no estaban bien vistas, yo era testigo de cómo mi padre, todos los días cuando regresaba a casa, traía un pequeño ramillete de flores silvestres, que recogía a su paso, y se las entregaba a mi madre a modo de saludo, unido a una sonrisa de complicidad que sólo ellos dos entendían, entonces mi madre se ruborizaba y colocaba el ramito en un pequeño jarrón. Se amaban, no cabía la menor duda y yo era un niño muy feliz.
Mi niñez transcurrió como la de cualquier niño de mi edad; iba al colegio, jugaba con
mis amigos, montaba en bicicleta, pero había una cosa realmente importante para mí y era el  amor que sentía por la música. Desde que tenía los seis años  ya cantaba en el coro de la Iglesia, tenía muy buena voz, y muchas veces, el padre Juvencio me hacía cantar en la misa de los domingos como solista, mis padres estaban muy orgullosos de mí y yo de ellos. Pero los años pasaron y terminé mis estudios en la escuela del pueblo, había que pensar que hacer con mi vida y  mientras que mi padre proponía que como él, estudiara magisterio, a mi madre la idea de tener un hijo sacerdote le encantaba, pero claro ahí estaba yo, para cambiarlo todo, ¡Yo era el que debía elegir!, y así se lo dije a mis padres. Los dos sucumbieron a mis argumentos y claudicaron; yo quería ser músico, sólo la idea de dirigir una orquesta me fascinaba, ¡Cuántas veces simulaba dirigir una obra de Puccini, cuando nadie me veía!, colocaba el disco en el viejo gramófono, y con una ramita seca  imitaba los movimientos necesarios, según mi parecer, para que los músicos tocaran tal y como yo sentía la obra. Así que ante eso, me matricularon en el Conservatorio de la ciudad más próxima; de momento había elegido tocar el violín, aunque mi meta era la de poder dirigir algún día una gran Orquesta. Durante los primeros años, solo tendría que desplazarme tres veces a la semana hasta la ciudad, así que no era tan complicado. Y si al terminar mis estudios medios de violín, seguía con las mismas ganas, mi padre me prometió que me mandaría a Madrid para iniciar los estudios superiores.
Recuerdo perfectamente, el día que tuve por primera vez un violín en mis manos. Antes de iniciar el curso en el Conservatorio, y estando mi padre aún de  vacaciones, decidió  que ese día era el  ideal para comprar el violín. Nos levantamos muy temprano, el autobús para la ciudad  salía a las ocho y media de la mañana. Cuando llegamos  lo primero que hicimos fue desayunar en una cafetería, y a continuación fuimos a la búsqueda del preciado instrumento. Tan sólo tenían tres en la tienda, yo los probé todos, pero el que más me gustaba precisamente era el más caro, así que mi padre, muy juiciosamente, me ayudo a declinarme por el del precio intermedio, para que el buen funcionamiento de la economía no se resintiera; cosa que hice sin el menor esfuerzo. Mi objetivo era el  tener uno para mí, lo demás, de momento, era un poco secundario. Aquel día lo pasamos muy bien, ¡Qué recuerdos tan bonitos y entrañables!, pensé que los había olvidado, pero no, estaban guardados en el “baúl especial para sentimientos importantes”, el que no abro jamás para no entristecerme.
A partir de ese momento, mi vida cambió, mi afición por la música iba en aumento, en el Conservatorio sacaba las mejores notas, durante los veranos también  aprovechaba y me matriculaba en algún curso específico de música, y así  poco a poco iba enriqueciendo mi formación. Ahora cuando miro atrás, veo que esa fue la época de mi vida más feliz.
Cuando terminé mis estudios medios ya estaba todo decidido, iría al Conservatorio de Música en Madrid para cursar los estudios superiores. Allí tenía que quedarme en una residencia, eso me producía cierta inquietud y desasosiego, pedirles a mis padres ese esfuerzo monetario me dolía en el corazón. Ellos se daban cuenta de mi preocupación y  una tarde los dos se reunieron conmigo y me dijeron:
            -No te preocupes Julián, no hay ningún problema, porque de mi sueldo no tendremos que sacar nada para tus estudios; lo que hemos decidido tu madre y yo, es hacer uso del dinero que nos dejó en herencia  tu tía, ¿Que mejor motivo para emplearlo?, ella se sentiría muy orgullosa, amaba la música más que otra cosa en su vida, ¿recuerdas el viejo piano, y como lo tocaba?, ¡Qué pena que la polilla se apoderó de él!, si no, todavía estaría con nosotros.
            -Si, es verdad, lo recuerdo, ¡Cuantas veces me sentaba a su lado y me hacía tocar las escalas!, Pero papá, aún así, en cuanto que yo gane dinero, ¡prometo devolvéroslo todo!
            -Si así te sientes mejor,  pues adelante, no te pondremos ningún  inconveniente-, dijo mi padre en  tono de broma, y los tres nos echamos a reír.

Mis estudios superiores fueron de maravilla, me parecía fácil, seguía sacando las mejores notas  y mis padres estaban muy satisfechos con mi evolución. Pero, aunque el violín y el saxofón se convirtieron en mis instrumentos preferidos, lo que más me gustaba seguía siendo dirigir…


¡Será mañana! (II parte)




...De repente no noté los dedos de mis pies, el frío helado del suelo había traspasado mis botas que tenían suela de material, y no eran las más adecuadas para la nieve. Estaba anocheciendo, hoy no avanzaría, no estaba preparado aún, ¡Será mañana! Me volví con la intención de regresar al Hostal, pero de improviso un viento suave me envolvió a modo de caricia, no era frío, si no extrañamente cálido, tenía un sonido peculiar, y me parecía distinguir una voz, ¡que incoherencia, por Dios!-, pensé. Pero el sonido se hizo más nítido, más limpio,
            -¡Mi lámpara todavía te está indicando el camino!, ¡Yo sigo esperándote!
Me volví, reconocí esa voz de inmediato, era la voz de Rosalía, no me cabía la menor duda, y de nuevo me quedé petrificado, allí encima de aquel peñasco cubierto de nieve. El viento desapareció, y a mi mente volvieron a acudir los recuerdos.
           
Mis estudios superiores terminaron, y llegó el día de la graduación. Recibí mi título en un acto protocolario y ceremonioso, en el que mis padres, por supuesto, estuvieron presentes. Pero ese día, que presumiblemente se preveía feliz, terminó de una manera que nunca hubiera querido.  Después de la celebración, los tres muy contentos, nos fuimos a festejarlo yéndonos a comer a un lujoso y conocido Restaurante de Madrid, pero me di cuenta que mi padre no estaba bien, tenía la cara algo pálida, aunque lo achaqué a la emoción de los momentos vividos. Pero no fue así, no tenía ganas de comer, y sus labios habían adquirido un leve color morado; sus gestos estaban algo contraídos, aunque el intentaba fingir, bromeando, como si todo fuese normal.
            -Papá, ¿te ocurre algo?-, le pregunté un tanto preocupado.
Mi madre me contestó:
-Está así  hace varios días. No tiene ganas de comer, por las noches no puede dormir  por que se asfixia, y  tiene que sentarse en el butacón; además el dolor en el pecho  me tiene asustada.
            -Pero, ¿Cómo no me lo habéis contado?
            -Tu padre no quería estropearte este día tan especial.
            -No os asustéis, esto seguro que es algún virus que he cogido y en unos días se me pasa. Creo que sois unos exagerados-, contestó mi padre, que no quería darle importancia.
            -Vamos, ahora mismo te llevo al hospital.
            -Pero y la comida, ¿qué pasa con ella?-, me preguntó mi padre, intentando hacer una leve mueca de sonrisa, aunque no lo consiguió.
            -Que espere, ya tendremos tiempo de celebrarlo, ¡Vamos rápido!, levantaros.
Los tres nos pusimos en marcha, algo me decía en mi interior que las cosas no iban bien. Sentí un gran miedo y no me equivoqué. Fuimos a Urgencias del Hospital más cercano, en cuanto que lo vieron le sometieron a varias pruebas, e inmediatamente lo dejaron ingresado, el médico nos llamó para hablar con nosotros:
            -Siento comunicarles que su padre está muy grave, las próximas cuarenta y ocho horas serán decisivas, pero quiero serles sincero, no creo que haya esperanzas.
Me sentí desconcertado, desolado, no entendía bien lo que trataba de decirme el médico, no podía ser, se habrían equivocado, eso no podía estar ocurriendo. Mi madre sin embargo reaccionó con cierta serenidad, tenía claro que había que aceptar lo que estaba pasando, no había otra forma, cada uno teníamos un destino del que no podíamos escapar.
Esa noche mi padre murió agarrado a la mano de mi madre, y con la mía acariciándole
la frente. Por lo visto su muerte se debió a un infarto, al menos eso constaba en su informe, aunque él nunca había padecido del corazón. Trasladamos su cadáver hasta nuestro pueblo donde lo enterramos junto a sus padres, no teníamos más familia.
Durante ese verano me quedé en el pueblo,  traté de estar todo el tiempo que podía junto a mi madre. Intentaba que retomara una rutina de vida sin él, pero eso era imposible. El párroco me ofreció dirigir el coro de la Iglesia, que ya había aumentado tanto en integrantes, como en la calidad de las voces. Fue entonces cuando Rosalía entro en mi vida de un modo especial. Ella cantaba en el coro, y  de pequeños habíamos jugado juntos, porque los dos éramos de la misma edad y en un pueblo, ¡ya se sabe!, pero había cambiado mucho, al verla de nuevo no la reconocí, fue ella la que se dirigió a mí.
            -¡Hola Julián!, ¿te acuerdas de mí?, soy Rosalía.
Y a partir de ese momento empezamos una bonita relación, ella había terminado sus estudios de Magisterio y había aprobado las oposiciones, así que estaba a la espera de que le dieran una plaza como maestra en un colegio, aunque ella deseaba conseguir quedarse en el pueblo,  no quería dejar solos a sus padres, ella también era hija única. Rosalía se había convertido en una chica preciosa, delicada, de modales exquisitos y de un atractivo  poder seductor. Cada vez me sentía más embaucado por su presencia, contaba los minutos que me faltaban por verla, ¿la quería?, aún era demasiado pronto para saberlo con certeza, lo único que tenía claro es que de momento su imagen invadía mi mente de un modo absoluto.
A pesar de la tristeza que embargaba a mi madre, una nueva esperanza apareció en su horizonte, ella confiaba en que mi relación con Rosalía se formalizara, de ese modo la creación de una nueva familia con unos niños, sería lo ideal. Mis padres siempre habían querido que formara  mi propio hogar antes de que ellos ya  no estuviesen conmigo, para que no me quedara solo.
En septiembre de ese verano,  me llamaron para hacer el Servicio Militar, eran dieciocho meses los que tendría que estar fuera, los planes que había elaborado tendrían que retrasarse un poco más. Ahora estaba seguro de mi amor por Rosalía, ya no tenía dudas, con ella quería emprender mi futura vida. Y tuve la gran suerte que me destinaran a un cuartel que estaba muy próximo, justo entre la ciudad y el pueblo. Además, como sabía tocar el saxofón, y se había quedado una bacante, me destinaron a  la Banda militar, cosa que me gustó mucho. Y como estaba tan cerca, excepto cuando tenía guardias, podía desplazarme casi todos los días hasta el pueblo. Mi madre estaría más acompañada y eso me aliviaba bastante, además Rosalía y yo ya éramos oficialmente novios, y así pudimos disfrutar nuestro amor durante todo ese tiempo. Y digo durante “todo ese tiempo” porque al finalizar el Servicio Militar, y estando Rosalía trabajando ya en la escuela del pueblo, yo me desplacé un día hasta el Real Conservatorio de Música de Madrid,  me había enterado que un gran Director orquestal iba a dar unas clases magistrales de Dirección, se llamaba John Rattle, se trataba de un excepcional director que había estudiado en la Universidad de Cambridge y que  tomó la batuta por  primera vez a los diecinueve años. Se lo dije a mi madre y pareció entusiasmarse con la idea, aunque yo sabía perfectamente que fingía por mí:
-Hijo, ya va siendo hora que recuperes el tiempo perdido, sé como sueñas con llegar a dirigir una orquesta. Creo que es una buena idea, debes matricúlate en el curso-, mi madre, como siempre, antepuso mis sueños a los suyos de tenerme cerca. ¡Pobre mía!
Lo hablé también con Rosalía, a ella le pareció también  perfecto, así que con la ayuda económica que mi madre aportaba para mi educación, me matriculé. Para mí fue la experiencia  más increíble que había vivido hasta ahora, el retomar mis estudios musicales fue como una ráfaga de viento fresco, que te despeja y te hace sentir más ligero, más libre. Como yo destacaba entre los quince chicos que asistíamos al curso, el Señor John; como así le llamábamos todos, me llamó para decirme:
-Me gustaría que vinieras conmigo a Dallas, este año voy a dirigir la Sinfónica de allí, y  te vendría muy bien, de momento te podría hacer un hueco como violinista, y luego, ¡quién sabe!, eso te podría ayudar a adentrarte en el mundo de la dirección que tanto te gusta
Los nervios se apoderaron de mí, ¡Viajar hasta América!, ¡Tocar en una orquesta tan importante! Yo, que casi me había resignado a comenzar otra nueva vida, y de repente otra vez aparecía en mi horizonte la posibilidad de conseguir mi sueño. Sentí miedo, y a la vez un placer inmenso, le contesté:
-Pero, ¿para cuándo sería?
-Todavía, me queda recorrer varios Conservatorios con los que tengo concertadas las  clases. Creo que aproximadamente en un mes y medio ya estaré de vuelta.
-Pero, tengo que preparar el pasaporte, arreglar los trámites en la embajada, en fin no sé si me dará tiempo.
-No pongas tantos “peros”, debes decidirte ¡Ya!, el tiempo pasa muy rápido y tienes que tomar una decisión. Tienes que valorar y aprovechar esta que te estoy ofreciendo.
Tendría que contárselo a mi madre y a Rosalía, pero me daba pena por las dos, sobre todo por mi madre, ella se quedaría  totalmente sola, porque seguramente yo tardaría bastante tiempo en volver, y además ahora que el Alcalde del pueblo me había propuesto la Dirección de la Banda Municipal, y que quizás me casaría con Rosalía. Cuando yo estaba empezando a notar alegría en mi madre; ahora las iba abandonar,  no tenía derecho a ser tan egoísta, debía de pensarlo bien y reflexionar, tenía que tomar la decisión correcta. Así que un poco desmoralizado, y con la pretensión de sacrificar mis sueños a favor del bienestar familiar; en cuanto que llegué a casa se lo conté a mi madre, ella me escuchó atentamente y cuando dejé de hablar, reaccionó como menos esperaba,       
-Vamos a ver, cariño, ¿Qué hemos tratado tu padre y yo durante todos estos años?, tan sólo  que fueras feliz, sabíamos de tus sueños, de tus ilusiones, y también sabíamos que algún día te irías, era irremediable. No puedes desaprovechar lo que la vida te está ofreciendo en estos momentos. Lo justo para papá, para ti y para mí sería que fueras a América, no puedes renunciar y conformarte con una vida que nunca te haría feliz, no hijo, no, no puedes hacerlo.
            -Mamá, te quedarías sola-, es lo único que salió de mis labios
            -Yo siempre estaré esperando a que vuelvas, ¿te acuerdas de la parábola del “Hijo pródigo”?, en la que el padre celebró una gran fiesta al regreso de su hijo, pues eso mismo haré yo. El día que vuelvas, te recibiré con mis mejores galas, te prepararé los más suculentos de los platos, avisaré a todos los vecinos del pueblo, y yo seré la madre más feliz del planeta.
Me abracé a mi madre, y los dos empezamos a llorar, sus lágrimas se me antojaban como una mezcla de sacrificio y de melancolía, disfrazadas de un entusiasmo totalmente ficticio, con el único objetivo de que yo fuera feliz. Luego hablé con Rosalía, ella también me animó a que lo hiciera, ya me estaba conociendo a fondo y sabía de mis ilusiones, sabía que frustrarlas podía perjudicarnos si algún día formábamos una familia, y ella no tenía ninguna duda de lo que debía hacer:
            -Primero tienes que encontrar tu camino, y cuando estés seguro y realizado, podremos estar juntos, tu madre tiene razón-, me dijo Rosalía totalmente convencida de que eso era lo mejor para los dos.
Recuerdo que esa noche no pude dormir, había vivido demasiadas emociones, y la mañana siguiente  tendría que comunicar mi decisión al Señor John. Me levanté muy temprano, cogí el autobús hasta la ciudad; allí habíamos quedado en una cafetería próxima a la parada, el Señor John, estaría tan solo unas horas, porque tenía que partir para Granada donde también tenía que dar una de sus clases magistrales. Al verme llegar, se levantó del asiento, y extendiéndome la mano me la estrechó enérgicamente,
            -Mi querido Señor Julián, ¿se ha decidido por fin?
            -Si, estoy decidido, iré con usted, tengo que preparar todo lo que necesito para el viaje y cuando usted me diga, estaré listo para aventurarme en ese gran proyecto.
-De acuerdo, me pondré en contacto contigo cuando haya terminado. Mi representante se encargará  de los billetes. Te recogeremos en tu pueblo, y ¡Bonne Chance!, que dirían los franceses.
Durante ese mes, a penas tuve tiempo de nada, me desplazaba de un sitio a otro, arreglando papeles, había que realizar muchos trámites para poder ir a América. No paraba ni un minuto, apenas veía a Rosalía, y a mi madre tan solo a la hora del desayuno, porque ella se levantaba  muy temprano para prepáramelo. Y por fin todo estaba listo, el Señor John me avisó que vendría el sábado muy temprano en un coche alquilado, ahora me quedaba preparar el equipaje, mi madre me ayudó en ese cometido. Y llegó el día de la despedida, mi madre sonreía mientras me daba ánimos, Rosalía se acercó y me dijo en voz muy bajita:
            -“Yo te esperaré, no importa el tiempo que pase, yo siempre estaré aquí, una luz en mi ventana te dirá que aún sigo anhelando tu vuelta”...