martes, 23 de octubre de 2012

¡El improvisado diseñador!!!!


Portrait of Maria Magdalena of Austria (detalle)
De Frans Porubus II (1603)


   

      Un pequeño rayo de luz blanca, se había colado a través del toldo con rayas rojas y beige, de un distinguido escaparate que mostraba una variadísima colección de joyas para señoras, de las más deslumbrantes. El pequeño rayo, traspasando los cristales, había logrado llegar hasta una de las piezas más delicadas, y que se trataba de una gargantilla muy refinada; consistía en un  aro plateado que llevaba colgado una piedra preciosa de color esmeralda, y que justo cuando el rayito tropezó con ella hizo que de ésta salieran, como si quisiera competir en cantidad y en belleza, multitud de destellos de diferentes colores que iban desde el rojo hasta el violeta, pasando por toda la escala cromática del arco iris; la visión fue tan luminosa que por un momento la delicada gargantilla consiguió, orgullosamente, ser la protagonista de todo aquel escaparate; porque  ninguna  de las joyas cargadas de filigranas y piedras preciosas que la rodeaban, eran capaces de lucir de un modo tan fulgurante como ella. Alguien que admiraba la escena, se quedó petrificado ante tan bello espectáculo,
 -¡Ése sería el regalo ideal!, ¡Justo esa delicada gargantilla  le iría perfecta al traje de mi hermana! pensó, el admirador, cuando de repente escuchó tras de sí como le llamaban.
            -¡Ggggggomualdo!, ¡Gggggggomualdo! quién gritaba su nombre era la señorita Juliette, la vecina del quinto derecha. Se trataba de una modelo muy famosa,  que además era francesa, aunque sus padres habían sido emigrantes españoles, allí en Toulouse, y que regresaron a España cuando ella tenía, según contaba, unos cinco años de edad, por lo que más bien esa dichosa pronunciación de la “erre” que convertía en “gg” no obedecía a excusas reales, más bien  lo usaba como un toque distinguido y glamuroso Por ese motivo cuando de repente escuchó su nombre vocalizado de “aquella manera”, no le sonó nada raro, porque inmediatamente reconoció de quién se trataba.
            --¡Ggggggomualdo!, caggiño, te he buscado en la  poggteggia  y no estabas. Es que  tengo un pggoblema, se me ha caído pog el desagüe del lavabo un anillo  al que tengo mucho caggiño, y se ha atascado. ¡Pogg favog, intenta sacaglo en cuanto puedas!, ¡Adiós! y realizando un pequeño gesto animado con la mano derecha, se despidió de Romualdo.
            Romualdo era el portero de una casa de  lujo de la calle Serrano. Bueno exactamente portero, lo que se dice portero no era, más bien se había convertido en “chico para todo”, realizaba encargos de todo tipo, desde enviar un sobre por correos, hasta comprar un secador de pelo de una potencia y marca determinada,  y por supuesto para  todo lo relacionado con los trabajos de fontanería, electricidad, albañilería; en fin, recurrían a él para cualquier estropicio que los inquilinos causaran en las vivienda. En realidad el trabajo de la portería lo compartía con su hermana, y este trabajo fue más bien un “regalo” que le hicieron los residentes de dicho inmueble cuando murió la verdadera portera del edificio, su madre.
            Los dos hermanos nacieron allí, y toda su vida había transcurrido entre el portal y la vivienda que tenían cedida en el ático; donde en el verano se secaban hasta los folios, y en invierno se congelaba hasta la alfombra; de nada valían ni los ventiladores, que lo único que conseguían era revolver un aire caliente y pesado que se adueñaba de toda la vivienda; ni el radiador, que tan solo aportaba un suave calorcito, si casi te empotrabas en él,  porque en las largas distancias apenas se notaba su presencia. Bueno, eso era lo que tenían y lo habían aceptado de la mejor de las maneras.
El primero de la “dinastía porteril”, fue su padre; él en su juventud había sido chofer de una famosa actriz Doña Mercedes de las Cruces, una mujer muy joven y bella;  y de su marido, un gran compositor de zarzuelas Don Romualdo Somavilla, que el paso del tiempo había convertido en un viejo carcamal. Un día quiso la mala fortuna que cuando su padre trasladaba  a Doña Mercedes del teatro a la casa, por culpa de ésta, que al gritar histéricamente, porque tuvo la “mala fortuna” que la colilla encendida del cigarro que estaba fumando, se le cayese encima del chal de seda, prendiendo en éste a toda velocidad, consiguió que su padre tuviera que frenar en pleno Paseo de la Castellana, lo que ocasionó un accidente en cadena, con el resultado de un “chal de seda chamuscado” y una fractura  de tobillo en su padre, que a los veinte años se quedó cojo para toda la vida, y sin poder ejercer de chofer. Pero como  Don Romualdo Somavilla y Doña Mercedes eran personas de alma generosa, hicieron todo lo posible, y movieron cielo y tierra, hasta que le consiguieron un puesto como portero en el edificio donde ellos vivían. Además con el trabajo iba incluido una vivienda en el ático, así que de momento le habían resuelto la vida: ¡No hay mal que por bien no venga!, y en esta ocasión el dichoso dicho tenía totalmente la razón.
Le dieron además un uniforme nuevo, porque ya el de chófer no le pegaba, y en poco tiempo tomó posesión del cargo. A los pocos meses de estar instalado cómodamente en la portería, conoció a Francisca, que era la costurera de un fiscal que vivía también en el edificio, y en menos de seis meses ya estaban casados. Justo a los cuatro meses nació Romualdo, cosa rara, y le pusieron ese nombre en honor a Don Romualdo Somavilla, que se había empeñado en ser el padrino del primogénito de la pareja.
A los dos años nació María, la hermana de Romualdo. Y sus vidas transcurrieron con normalidad hasta que a su padre se le cruzó una “frescachona”, que  lo volvió medio loco y abandonó la portería y de paso a su familia. Francisca se repuso enseguida de tan cruel impacto, porque cuando las  lenguas de doble filo le preguntaban:
-Francisca, ¿qué le ha pasado a tu marido que ya no se le ve? ―ésta respondía siempre lo mismo:
-Pues hija, fíjate, se fue a comprar tabaco, y todavía no ha vuelto.
Entonces Francisca tuvo que compartir el trabajo de la portería, con el de ama de casa y de costurera; ella servía ¡tanto pá un roto, como pá un descosido!
Cuando Romualdo, su hijo, fue un poquito mayor, ya le ayudaba en los trabajos de la portería, y su hija poco después se añadió al  “clan”; así que por el precio de uno, más una vivienda en el ático, los inquilinos obtenían  a cambio el trabajo de tres personas que se desvivían para que todo funcionara perfectamente, y encima les estaban totalmente agradecidos a  los propietarios de tan lujoso edificio.
Pero cuando menos se lo esperaban, Romualdo tenía dieciocho años y María, su hermana, tan solo dieciséis, su madre se murió repentinamente de un ataque al corazón. Todos los vecinos del inmueble se reunieron y tomaron la decisión de cederles la portería a los hijos de Francisca, y de ese modo fue como Romualdo y María pasaron a ser oficialmente los porteros del edificio.
Los dos hermanos compaginaron sus estudios con el trabajo. Romualdo terminó Magisterio y cuando le dejaban un poco de tiempo libre lo dedicaba a prepararse las oposiciones, y María precisamente se iba a graduar dentro de una semana como licenciada en  Psicóloga. Para ese evento tan especial, Romualdo quería hacerle un bello regalo a su hermana, se lo merecía, y pensó en comprarle un collar que acompañarían a un vestido muy bonito de color esmeralda, que la señorita Juliette, la vecina del quinto derecha, le había regalado mientras le aconsejaba que eligiera un detalle bonito para el escote, porque:
-¡Con una buen vestido y una discggeta joya, hace la española pecag a un santo! le dijo a María,  y  a Romualdo, que estaba escuchando, se le quedó esta frase grabada en la mente.  Así que aquella tarde, después de desatascar el lavabo de la señorita Juliette, se acercó de nuevo a la joyería con la  intención de preguntar el precio.
Cuando por fin supo lo que costaba la preciosa gargantilla se le cayó el alma a los pies, y es que ni con cuatro sueldos tendría para pagarla:
-Verá, la gargantilla es de oro blanco, y la piedra preciosa que tiene es una esmeralda auténtica, aquí no vendemos bisutería barata le contestó de muy mala gana la dependienta.
-¿No tiene nada de plata?  le preguntó Romualdo.
-No señor, le vuelvo a repetir que todo lo que vendemos son alhajas muy selectas, ¿No se ha dado cuenta que la nuestra es una joyería de mucho postín?, creo que debe buscar en otras tiendas más acorde con sus posibilidades le volvió a contestar la dependienta, con el mismo tono de antes.
Romualdo volvió a sus obligaciones un tanto contrariado, su hermana tendría que resignarse con un collar de bisutería barata, comprada seguramente, en alguna tienda de los chinos, ¡aunque, lamentablemente, desentonara con aquel vestido tan bonito y elegante que le habían regalado!
Pero esa noche, cuando su hermana y él ya estaban acostados, de repente, como si de una visión se tratara, a Romualdo le asaltó una idea. Se levantó, e intentando no hacer ruido se dirigió a la pequeña despensa que estaba en la terraza donde guardaban todo lo que no servía. Encendió la luz de la terraza, abrió la puerta intentando sujetarla para que no chirriara, y buscó una caja de zapatos muy antigua, deteriorada por el paso de los años; una vez que la tuvo en sus manos, levantó la tapa y ¡allí estaba!, por un momento sintió miedo a que su hermana la hubiera regalado; sacó una enorme gargantilla de plata sin brillo, de color grisáceo del tiempo que tenía. La observó con detenimiento, y recordó lo que su hermana le había comentado en una ocasión cuando se la estaba probando,
-Romualdo, ¡Fíjate que gargantilla tan bonita! Lástima que esté pasada de moda porque es preciosa, pero debería tener menos  aros, parece que pertenezco a una de esas tribus africanas, las que llevan en el cuello tantas espirales que  parecen jirafas. ¿Sabías que este abalorio había pertenecido a la mujer de tu padrino?, a la famosa actriz Doña Mercedes de las Cruces, o sea que tiene que ser de plata de ley y su hermana le siguió contando:
 -Según me dijo mamá,  se la regalo a ella, porque le incomodaba sentirse el cuello tan apretado. ¡Qué lastima que este tan antigua!, porque a pesar de todo, me encanta.
La gargantilla estaba formada por diez aros de plata, uno encima de otro, sujetos entre sí por una especie de argolla, y por detrás se cerraba con un broche tan ancho como la gargantilla entera:
-¡Eureka! dijo Romualdo, que siguió buscando en el armario un pequeño joyero de su madre donde solo había baratijas, pero entre ellas recordó  una pulsera de esmeraldas auténticas que estaba rota; siguió buscando y encontró una pluma de pavo real que guardaba de una excursión que hizo al Zoo de Madrid; también sacó las tijeras, cintas de terciopelo, que guardaba su hermana en el costurero, pegamento de los “instantáneos”, y con todas estas bagatelas y la enorme gargantilla se fue para la salita. Romualdo se llevó toda la noche liado con los aros, quería utilizar uno solo, con eso era más que suficiente para en cuello de su hermana. Después de limpiarlo muy bien, devolviéndole  el brillo que la plata con el paso del tiempo había perdido, improvisó unos adornos que colgó de la gargantilla y cuando terminó, no había quien la reconociera, hasta él se sentía impactado del efecto que producían las esmeraldas, junto al retacito de la pluma del pavo real, y a la cinta de terciopelo que hacía las veces de broche:
 -¡Magnífico! pensó. Así que lo recogió todo y dejó la gargantilla sobre la mesa para que su hermana lo descubriera a la mañana siguiente.
El regalo fue un éxito, todas las amigas de su hermana le encargaban que les diseñara algo a sus viejas joyas de plata. Así que su hermana, en vista del éxito que tenía Romualdo con la transformación de “alhajas de bajo coste”, que las convertía en autenticas piezas artesanales, originales y bellas, se informó de unos cursos de verano que daban específicamente para Diseñador de joyas,  así que le pagó la matrícula con unos ahorrillos que aún le quedaba de la beca,  y se lo regaló.

Ya habían pasado diez años desde aquella pequeña anécdota. Hoy de nuevo un  pequeño rayo de luz se había colado a través de las láminas de una persiana, que correspondían a unos amplios ventanales de un enorme despacho, cuya decoración totalmente minimalista, era elegantísimo.  El pequeño rayo, traspasando los cristales, había logrado llegar hasta una de las piezas más sugestivas que estaba encima de la mesa; se trataba de una figura de cristal con forma de diamante en color ámbar, que estaba posado sobre una peana  de mármol blanco, logrando un equilibrio perfecto, y  que llevaba incrustadas unas letras color bronce que decían:

        GALARDON ESPECIAL AL  MEJOR DISEÑADOR DE JOYAS

El diamante al ser impactado por el rayo de luz, respondió con multitud de centelleos de diferentes colores, que iban desde el rojo hasta el violeta, pasando por toda la escala cromática del arco iris, lo que ocasionaba una visión tan luminosa que por un momento el galardón, consiguió orgullosamente, ser el protagonista de todo el despacho, porque nada de lo que le rodeaba era capaz de lucir de un modo tan fulgurante como él.
 Alguien, elegantemente vestido con un impecable traje de chaqueta de Armani, admiraba la escena, se había quedado embelesado ante tan bello espectáculo. Pero de repente la voz de la secretaria a través del megáfono, le hizo reaccionar:
-Perdone que le moleste, pero hay una señorita que insiste en verle, quiere felicitarle personalmente por el triunfo que obtuvo anoche en el desfile de joyas, además dice que le conoce, ¿le digo que pase?....
Automáticamente la puerta se abrió de golpe, y tras ella…
            -¡Ggggggomualdo!, ¡Gggggggomualdo! quién gritaba su nombre era la señorita Juliette, la vecina del quinto derecha.

No hay comentarios:

Publicar un comentario