Siempre me había gustado contemplar mi pueblo desde
aquel lugar, se trataba de un pequeño peñasco que camuflaba perfectamente tan
bello espectáculo. Tenías que ascender a su cima para poder apreciarlo, era
entonces cuando aparecía, como si surgiera de la nada; cuando ya crees que el
infinito se encuentra a partir de las montañas que se divisan en el
horizonte; cuando ya te has dado
por vencido, por qué crees que ya no hay
nada más, y como si de un espejismo se tratara, aparece ante ti, altiva,
majestuosa, digna, la Iglesia de mi
pequeño pueblo que intenta acercársele cuanto puede, la rodea, se ciñe a su
entorno como para sentirse protegido de cualquier influencia maligna. Y entonces
te das cuenta que aún hay un lugar bello, muy bello, un lugar donde poder sumergirse,
un lugar donde descansar mi cansado y marchito cuerpo.
Ese era el punto en el que yo
me encontraba en ese momento. Quería
llegar hasta el pueblo, pero solo me atrevía a observarlo desde aquel pequeño
peñasco, hoy cubierto de nieve, que seguía allí, me había sido fiel durante
todos estos años, me esperaba, él sabía que yo volvería, ¡Quizás era buena
señal!, ¡Quizás aún había esperanzas! Ese peñasco, que en verano estaba lleno
de matorrales de tomillo, estaba hoy cubierto por la nieve, pero que sólo los mantenía aletargados, los
dejaba dormitar; así podrían renacer con todo su brío en primavera. Y durante
todos estos años no había cambiado.
Hasta este lugar solía venir
con Rosalía cuando aquel verano nos declaramos nuestro amor. ¡Pobre de mí!, y
ahora me encuentro de nuevo aquí, pero ahora mi recorrido es distinto, no
quiero salir del pueblo, ahora pretendo llegar hasta él; pero me quedo aquí,
estancado, no consigo traspasar el umbral, me da miedo, siento vértigo,
desasosiego; no tengo fuerzas todavía
para alcanzar ese espejismo soñado, ese
pequeño pueblecito que surge erguido de entre las montañas. Y aquí estoy yo,
vigilante, acechando, a la espera, como si alguien pudiera acudir en mi ayuda;
con mi sombrero calado hasta las orejas
y este abrigo de lana que intenta protegerme de este frío que siento, y me digo
a mi mismo: “Será mañana”, mañana llegaré hasta allí.
Así llevo cinco días. Me he
hospedado en un pequeño Hostal a unos pocos kilómetros
de este lugar, y todos los días, después de comer,
recorro el trayecto, que se me antoja larguísimo, y como si de un castigo se tratara
para expiar mis culpas, regreso con la leve esperanza de que, ¡Algo ocurrirá,
algo que me indicará que ya es el momento de continuar!,
aunque todas las tardes me quedo aquí, esperando y
no ocurre nada, nada de nada.
Hace veinte años que me fui;
ahora todas las imágenes aparecen de
nuevo, para martirizarme, y como si fueran los fotogramas de una película, consigo recordar todos los detalles que me
acompañaron aquel día de mi partida; los pensamientos, los proyectos, las
conversaciones, los olores que impregnaban el aire, el color del cielo, el
temblor que produce un frío intenso pero irreal, porque estábamos en pleno verano. Recuerdo como antes de tomar esa
gran decisión, en mi mente se había albergado
un torbellino de ideas contradictorias, se había establecido una batalla en
toda regla; por una parte estaba el poder de la tristeza, esa que me
producía el distanciamiento de mis seres queridos, la soledad, el miedo
a lo desconocido; pero la parte contraría pretendía vencer esa batalla con el poder
de la esperanza por intentar alcanzar mis sueños, el de la alegría, el de la
creencia de que mi decisión era la correcta. Todos esos sentimientos ocuparon
la totalidad de mi mente. Realmente no estaba seguro de nada, tan sólo sabía
que, lo que me haría feliz se encontraba lejos de aquí.
Mi padre era el maestro de la
única escuela que había por aquel tiempo en el pueblo. Fui hijo único, mi madre
se dedicaba a “sus labores”, es decir, a ocuparse de todos los pormenores que
requiere un hogar para que el resto que forman parte de él se sientan satisfechos
y felices, con la despreocupación absoluta de que todo está en buenas manos. Nuestra
familia, estaba muy unida por unos lazos de cariño muy fuertes, mis padres me
transmitieron esos valores como los más importantes. A mí me encantaba
observar la manera con la que mis padres
mostraban su amor; y aunque por aquellos tiempos, las exteriorizaciones de
cariño no estaban bien vistas, yo era testigo de cómo mi padre, todos los días
cuando regresaba a casa, traía un pequeño ramillete de flores silvestres, que
recogía a su paso, y se las entregaba a mi madre a modo de saludo, unido a una
sonrisa de complicidad que sólo ellos dos entendían, entonces mi madre se
ruborizaba y colocaba el ramito en un pequeño jarrón. Se amaban, no cabía la
menor duda y yo era un niño muy feliz.
Mi niñez transcurrió como la
de cualquier niño de mi edad; iba al colegio, jugaba con
mis amigos, montaba en bicicleta, pero había una
cosa realmente importante para mí y era el amor que sentía por la música. Desde que tenía
los seis años ya cantaba en el coro de
la Iglesia, tenía muy buena voz, y muchas veces, el padre Juvencio me hacía
cantar en la misa de los domingos como solista, mis padres estaban muy
orgullosos de mí y yo de ellos. Pero los años pasaron y terminé mis estudios en
la escuela del pueblo, había que pensar que hacer con mi vida y mientras que mi padre proponía que como él,
estudiara magisterio, a mi madre la idea de tener un hijo sacerdote le
encantaba, pero claro ahí estaba yo, para cambiarlo todo, ¡Yo era el que debía
elegir!, y así se lo dije a mis padres. Los dos sucumbieron a mis argumentos y
claudicaron; yo quería ser músico, sólo la idea de dirigir una orquesta me
fascinaba, ¡Cuántas veces simulaba dirigir una obra de Puccini, cuando nadie me
veía!, colocaba el disco en el viejo gramófono, y con una ramita seca imitaba los movimientos necesarios, según mi
parecer, para que los músicos tocaran tal y como yo sentía la obra. Así que ante
eso, me matricularon en el Conservatorio de la ciudad más próxima; de momento
había elegido tocar el violín, aunque mi meta era la de poder dirigir algún día
una gran Orquesta. Durante los primeros años, solo tendría que desplazarme tres
veces a la semana hasta la ciudad, así que no era tan complicado. Y si al
terminar mis estudios medios de violín, seguía con las mismas ganas, mi padre
me prometió que me mandaría a Madrid para iniciar los estudios superiores.
Recuerdo perfectamente, el
día que tuve por primera vez un violín en mis manos. Antes de iniciar el curso
en el Conservatorio, y estando mi padre aún de
vacaciones, decidió que ese día
era el ideal para comprar el violín. Nos
levantamos muy temprano, el autobús para la ciudad salía a las ocho y media de la mañana. Cuando
llegamos lo primero que hicimos fue desayunar
en una cafetería, y a continuación fuimos a la búsqueda del preciado
instrumento. Tan sólo tenían tres en la tienda, yo los probé todos, pero el que
más me gustaba precisamente era el más caro, así que mi padre, muy
juiciosamente, me ayudo a declinarme por el del precio intermedio, para que el
buen funcionamiento de la economía no se resintiera; cosa que hice sin el menor
esfuerzo. Mi objetivo era el tener uno
para mí, lo demás, de momento, era un poco secundario. Aquel día lo pasamos muy
bien, ¡Qué recuerdos tan bonitos y entrañables!, pensé que los había olvidado,
pero no, estaban guardados en el “baúl especial para sentimientos importantes”,
el que no abro jamás para no entristecerme.
A partir de ese momento, mi
vida cambió, mi afición por la música iba en aumento, en el Conservatorio sacaba
las mejores notas, durante los veranos también aprovechaba y me matriculaba en algún curso
específico de música, y así poco a poco
iba enriqueciendo mi formación. Ahora cuando miro atrás, veo que esa fue la
época de mi vida más feliz.
Cuando terminé mis estudios
medios ya estaba todo decidido, iría al Conservatorio de Música en Madrid para
cursar los estudios superiores. Allí tenía que quedarme en una residencia, eso
me producía cierta inquietud y desasosiego, pedirles a mis padres ese esfuerzo
monetario me dolía en el corazón. Ellos se daban cuenta de mi preocupación
y una tarde los dos se reunieron conmigo
y me dijeron:
-No
te preocupes Julián, no hay ningún problema, porque de mi sueldo no tendremos
que sacar nada para tus estudios; lo que hemos decidido tu madre y yo, es hacer
uso del dinero que nos dejó en herencia tu tía, ¿Que mejor motivo para emplearlo?,
ella se sentiría muy orgullosa, amaba la música más que otra cosa en su vida,
¿recuerdas el viejo piano, y como lo tocaba?, ¡Qué pena que la polilla se
apoderó de él!, si no, todavía estaría con nosotros.
-Si,
es verdad, lo recuerdo, ¡Cuantas veces me sentaba a su lado y me hacía tocar
las escalas!, Pero papá, aún así, en cuanto que yo gane dinero, ¡prometo
devolvéroslo todo!
-Si
así te sientes mejor, pues adelante, no
te pondremos ningún inconveniente-, dijo
mi padre en tono de broma, y los tres
nos echamos a reír.
Mis estudios superiores
fueron de maravilla, me parecía fácil, seguía sacando las mejores notas y mis padres estaban muy satisfechos con mi
evolución. Pero, aunque el violín y el saxofón se convirtieron en mis
instrumentos preferidos, lo que más me gustaba seguía siendo dirigir…
No hay comentarios:
Publicar un comentario