Portrait of Maria Magdalena of Austria
(detalle)
De Frans Porubus II
(1603)
Un pequeño rayo de luz blanca, se había colado a través del toldo con rayas rojas y beige, de un distinguido escaparate que mostraba una variadísima colección de joyas para señoras, de las más deslumbrantes. El pequeño rayo, traspasando los cristales, había logrado llegar hasta una de las piezas más delicadas, y que se trataba de una gargantilla muy refinada; consistía en un aro plateado que llevaba colgado una piedra preciosa de color esmeralda, y que justo cuando el rayito tropezó con ella hizo que de ésta salieran, como si quisiera competir en cantidad y en belleza, multitud de destellos de diferentes colores que iban desde el rojo hasta el violeta, pasando por toda la escala cromática del arco iris; la visión fue tan luminosa que por un momento la delicada gargantilla consiguió, orgullosamente, ser la protagonista de todo aquel escaparate; porque ninguna de las joyas cargadas de filigranas y piedras preciosas que la rodeaban, eran capaces de lucir de un modo tan fulgurante como ella. Alguien que admiraba la escena, se quedó petrificado ante tan bello espectáculo,
-¡Ése sería el regalo ideal!,
¡Justo esa delicada gargantilla le iría perfecta
al traje de mi hermana! ―pensó, el admirador, cuando de repente escuchó tras de sí como le
llamaban.
-¡Ggggggomualdo!, ¡Gggggggomualdo! ―quién gritaba su nombre era la señorita Juliette, la vecina del quinto
derecha. Se trataba de una modelo muy famosa,
que además era francesa, aunque sus padres habían sido emigrantes
españoles, allí en Toulouse, y que regresaron a España cuando ella tenía, según
contaba, unos cinco años de edad, por lo que más bien esa dichosa pronunciación
de la “erre” que convertía en “gg” no obedecía a excusas reales, más bien lo usaba como un toque distinguido y glamuroso
Por ese motivo cuando de repente escuchó su nombre vocalizado de “aquella
manera”, no le sonó nada raro, porque inmediatamente reconoció de quién se trataba.
--¡Ggggggomualdo!, caggiño, te he buscado
en la poggteggia y no estabas. Es que tengo un pggoblema, se me ha caído pog el
desagüe del lavabo un anillo al que
tengo mucho caggiño, y se ha atascado. ¡Pogg favog, intenta sacaglo en cuanto
puedas!, ¡Adiós! ―y realizando un pequeño gesto animado con la mano derecha, se despidió de
Romualdo.
Romualdo era el portero de una casa
de lujo de la calle Serrano. Bueno
exactamente portero, lo que se dice portero no era, más bien se había
convertido en “chico para todo”, realizaba encargos de todo tipo, desde enviar
un sobre por correos, hasta comprar un secador de pelo de una potencia y marca
determinada, y por supuesto para todo lo relacionado con los trabajos de fontanería,
electricidad, albañilería; en fin, recurrían a él para cualquier estropicio que
los inquilinos causaran en las vivienda. En realidad el trabajo de la portería
lo compartía con su hermana, y este trabajo fue más bien un “regalo” que le
hicieron los residentes de dicho inmueble cuando murió la verdadera portera del
edificio, su madre.
Los dos hermanos nacieron allí, y
toda su vida había transcurrido entre el portal y la vivienda que tenían cedida
en el ático; donde en el verano se secaban hasta los folios, y en invierno se
congelaba hasta la alfombra; de nada valían ni los ventiladores, que lo único
que conseguían era revolver un aire caliente y pesado que se adueñaba de toda
la vivienda; ni el radiador, que tan solo aportaba un suave calorcito, si casi
te empotrabas en él, porque en las
largas distancias apenas se notaba su presencia. Bueno, eso era lo que tenían y
lo habían aceptado de la mejor de las maneras.
El primero de la “dinastía porteril”, fue su padre; él en su juventud
había sido chofer de una famosa actriz Doña Mercedes de las Cruces, una mujer
muy joven y bella; y de su marido, un
gran compositor de zarzuelas Don Romualdo Somavilla, que el paso del tiempo
había convertido en un viejo carcamal. Un día quiso la mala fortuna que cuando
su padre trasladaba a Doña Mercedes del teatro
a la casa, por culpa de ésta, que al gritar histéricamente, porque tuvo la “mala
fortuna” que la colilla encendida del cigarro que estaba fumando, se le cayese
encima del chal de seda, prendiendo en éste a toda velocidad, consiguió que su padre
tuviera que frenar en pleno Paseo de la Castellana, lo que ocasionó un
accidente en cadena, con el resultado de un “chal de seda chamuscado” y una
fractura de tobillo en su padre, que a
los veinte años se quedó cojo para toda la vida, y sin poder ejercer de chofer.
Pero como Don Romualdo Somavilla y Doña
Mercedes eran personas de alma generosa, hicieron todo lo posible, y movieron
cielo y tierra, hasta que le consiguieron un puesto como portero en el edificio
donde ellos vivían. Además con el trabajo iba incluido una vivienda en el
ático, así que de momento le habían resuelto la vida: ¡No hay mal que por bien
no venga!, y en esta ocasión el dichoso dicho tenía totalmente la razón.
Le dieron además un uniforme nuevo, porque ya el de chófer no le pegaba,
y en poco tiempo tomó posesión del cargo. A los pocos meses de estar instalado
cómodamente en la portería, conoció a Francisca, que era la costurera de un
fiscal que vivía también en el edificio, y en menos de seis meses ya estaban
casados. Justo a los cuatro meses nació Romualdo, cosa rara, y le pusieron ese
nombre en honor a Don Romualdo Somavilla, que se había empeñado en ser el
padrino del primogénito de la pareja.
A los dos años nació María, la hermana de Romualdo. Y sus vidas
transcurrieron con normalidad hasta que a su padre se le cruzó una
“frescachona”, que lo volvió medio loco
y abandonó la portería y de paso a su familia. Francisca se repuso enseguida de
tan cruel impacto, porque cuando las
lenguas de doble filo le preguntaban:
-Francisca, ¿qué le ha pasado a tu marido que ya no se le ve? ―ésta respondía siempre lo mismo:
-Pues hija, fíjate, se fue a comprar tabaco, y todavía no ha vuelto.
Entonces Francisca tuvo que compartir el trabajo de la portería, con el
de ama de casa y de costurera; ella servía ¡tanto pá un roto, como pá un
descosido!
Cuando Romualdo, su hijo, fue un poquito mayor, ya le ayudaba en los
trabajos de la portería, y su hija poco después se añadió al “clan”; así que por el precio de uno, más una
vivienda en el ático, los inquilinos obtenían a cambio el trabajo de tres personas que se
desvivían para que todo funcionara perfectamente, y encima les estaban
totalmente agradecidos a los
propietarios de tan lujoso edificio.
Pero cuando menos se lo esperaban, Romualdo tenía dieciocho años y María,
su hermana, tan solo dieciséis, su madre se murió repentinamente de un ataque
al corazón. Todos los vecinos del inmueble se reunieron y tomaron la decisión
de cederles la portería a los hijos de Francisca, y de ese modo fue como
Romualdo y María pasaron a ser oficialmente los porteros del edificio.
Los dos hermanos compaginaron sus estudios con el trabajo. Romualdo
terminó Magisterio y cuando le dejaban un poco de tiempo libre lo dedicaba a
prepararse las oposiciones, y María precisamente se iba a graduar dentro de una
semana como licenciada en Psicóloga.
Para ese evento tan especial, Romualdo quería hacerle un bello regalo a su
hermana, se lo merecía, y pensó en comprarle un collar que acompañarían a un
vestido muy bonito de color esmeralda, que la señorita Juliette, la vecina del
quinto derecha, le había regalado mientras le aconsejaba que eligiera un
detalle bonito para el escote, porque:
-¡Con una buen vestido y una discggeta joya, hace la española pecag a un
santo! ―le dijo a María, y a Romualdo, que estaba escuchando, se le
quedó esta frase grabada en la mente.
Así que aquella tarde, después de desatascar el lavabo de la señorita
Juliette, se acercó de nuevo a la joyería con la intención de preguntar el precio.
Cuando por fin supo lo que costaba la preciosa gargantilla se le cayó el
alma a los pies, y es que ni con cuatro sueldos tendría para pagarla:
-Verá, la gargantilla es de oro blanco, y la piedra preciosa que tiene es
una esmeralda auténtica, aquí no vendemos bisutería barata ―le contestó de muy mala gana la dependienta.
-¿No tiene nada de plata? ―le preguntó Romualdo.
-No señor, le vuelvo a repetir que todo lo que vendemos son alhajas muy
selectas, ¿No se ha dado cuenta que la nuestra es una joyería de mucho postín?,
creo que debe buscar en otras tiendas más acorde con sus posibilidades ―le volvió a contestar la dependienta, con el mismo tono de antes.
Romualdo volvió a sus obligaciones un tanto contrariado, su hermana
tendría que resignarse con un collar de bisutería barata, comprada seguramente,
en alguna tienda de los chinos, ¡aunque, lamentablemente, desentonara con aquel
vestido tan bonito y elegante que le habían regalado!
Pero esa noche, cuando su hermana y él ya estaban acostados, de repente,
como si de una visión se tratara, a Romualdo le asaltó una idea. Se levantó, e
intentando no hacer ruido se dirigió a la pequeña despensa que estaba en la
terraza donde guardaban todo lo que no servía. Encendió la luz de la terraza,
abrió la puerta intentando sujetarla para que no chirriara, y buscó una caja de
zapatos muy antigua, deteriorada por el paso de los años; una vez que la tuvo
en sus manos, levantó la tapa y ¡allí estaba!, por un momento sintió miedo a
que su hermana la hubiera regalado; sacó una enorme gargantilla de plata sin brillo,
de color grisáceo del tiempo que tenía. La observó con detenimiento, y recordó
lo que su hermana le había comentado en una ocasión cuando se la estaba
probando,
-Romualdo, ¡Fíjate que gargantilla tan bonita! Lástima que esté pasada de
moda porque es preciosa, pero debería tener menos aros, parece que pertenezco a una de esas
tribus africanas, las que llevan en el cuello tantas espirales que parecen jirafas. ¿Sabías que este abalorio había
pertenecido a la mujer de tu padrino?, a la famosa actriz Doña Mercedes de las
Cruces, o sea que tiene que ser de plata de ley ―y su hermana le siguió contando:
-Según me dijo mamá, se la regalo a ella, porque le incomodaba
sentirse el cuello tan apretado. ¡Qué lastima que este tan antigua!, porque a
pesar de todo, me encanta.
La gargantilla estaba formada por diez aros de plata, uno encima de otro,
sujetos entre sí por una especie de argolla, y por detrás se cerraba con un
broche tan ancho como la gargantilla entera:
-¡Eureka! ―dijo Romualdo, que siguió buscando en el armario un pequeño joyero de su
madre donde solo había baratijas, pero entre ellas recordó una pulsera de esmeraldas auténticas que
estaba rota; siguió buscando y encontró una pluma de pavo real que guardaba de
una excursión que hizo al Zoo de Madrid; también sacó las tijeras, cintas de
terciopelo, que guardaba su hermana en el costurero, pegamento de los
“instantáneos”, y con todas estas bagatelas y la enorme gargantilla se fue para
la salita. Romualdo se llevó toda la noche liado con los aros, quería utilizar uno
solo, con eso era más que suficiente para en cuello de su hermana. Después de
limpiarlo muy bien, devolviéndole el
brillo que la plata con el paso del tiempo había perdido, improvisó unos
adornos que colgó de la gargantilla y cuando terminó, no había quien la
reconociera, hasta él se sentía impactado del efecto que producían las
esmeraldas, junto al retacito de la pluma del pavo real, y a la cinta de
terciopelo que hacía las veces de broche:
-¡Magnífico! ―pensó. Así que lo recogió todo y dejó la gargantilla sobre la mesa para
que su hermana lo descubriera a la mañana siguiente.
El regalo fue un éxito, todas las amigas de su hermana le encargaban que
les diseñara algo a sus viejas joyas de plata. Así que su hermana, en vista del
éxito que tenía Romualdo con la transformación de “alhajas de bajo coste”, que
las convertía en autenticas piezas artesanales, originales y bellas, se informó
de unos cursos de verano que daban específicamente para Diseñador de joyas, así que le pagó la matrícula con unos
ahorrillos que aún le quedaba de la beca, y se lo regaló.
Ya habían pasado diez años desde aquella pequeña anécdota. Hoy de nuevo
un pequeño rayo de luz se había colado a
través de las láminas de una persiana, que correspondían a unos amplios
ventanales de un enorme despacho, cuya decoración totalmente minimalista, era
elegantísimo. El pequeño rayo,
traspasando los cristales, había logrado llegar hasta una de las piezas más
sugestivas que estaba encima de la mesa; se trataba de una figura de cristal
con forma de diamante en color ámbar, que estaba posado sobre una peana de mármol blanco, logrando un equilibrio
perfecto, y que llevaba incrustadas unas
letras color bronce que decían:
GALARDON ESPECIAL AL MEJOR DISEÑADOR DE JOYAS
El diamante al ser impactado por el rayo de luz, respondió con multitud
de centelleos de diferentes colores, que iban desde el rojo hasta el violeta,
pasando por toda la escala cromática del arco iris, lo que ocasionaba una visión
tan luminosa que por un momento el galardón, consiguió orgullosamente, ser el
protagonista de todo el despacho, porque nada de lo que le rodeaba era capaz de
lucir de un modo tan fulgurante como él.
Alguien, elegantemente vestido con
un impecable traje de chaqueta de Armani, admiraba la escena, se había quedado
embelesado ante tan bello espectáculo. Pero de repente la voz de la secretaria
a través del megáfono, le hizo reaccionar:
-Perdone que le moleste, pero hay una señorita que insiste en verle, quiere
felicitarle personalmente por el triunfo que obtuvo anoche en el desfile de
joyas, además dice que le conoce, ¿le digo que pase?....
Automáticamente la puerta se abrió de golpe, y tras ella…
-¡Ggggggomualdo!,
¡Gggggggomualdo! ―quién gritaba su nombre era la señorita Juliette, la vecina del quinto
derecha.